LA CONSTANCIA DE UN BUEN MÉDICO.

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Por aquellos tiempos la fiebre amarilla asolaba los puertos y las ciudades de América. La devastadora enfermedad apareció por primera vez en La Habana y su forma de transmisión se convirtió en incógnita, capaz de quitarles la vida y el sueño hasta a los más encumbrados científicos del área.
Las estadísticas de los Cuadernos de Historia Sanitaria de La Habana refieren que en la capital ocurrieron 1 599 defunciones por fiebre amarilla en 1878 y en los 10 años de guerra por la Independencia de la Isla, fallecieron 92 231 individuos, de los cuales 11 603 fueron por fiebre amarilla.
El 14 de agosto de 1881 fue un día decisivo en el descubrimiento del factor causante de la propagación, sin embargo pasó desapercibido nada más y nada menos que en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.
El experimentado doctor Carlos J. Finlay subió a la tribuna con todas las pruebas en sus manos. Ante los ilustres compañeros, el científico leyó con naturalidad los resultados de largas jornadas de estudios, así dio a conocer que el mosquito Culex (Aedes aegypti) era el agente transmisor de la fiebre amarilla.
El espíritu científico primó durante su intervención: “No quiero incurrir en la exageración de considerar ya plenamente probado lo que aún no lo está, por más que sean ya muchas las posibilidades que puedo invocar a mi favor. Comprendo demasiado, que se necesita nada menos que una demostración irrefutable para que sea generalmente aceptada una teoría que discrepa tan esencialmente de las ideas hasta ahora propagadas acerca de la fiebre amarilla”.
Pero su planteamiento no recibió comentarios en contra o a favor, simplemente «quedó sobre la mesa». Luego de finalizada la sesión, el trabajo de Finlay fue motivo de burla, e incluso, lo apreciaron como un síntoma de locura.
El periodista Orfilio Peláz reseña en el diario Granma la anécdota contada por el biógrafo el doctor José López Sánchez. “Llega a su hogar decepcionado y le comenta a su esposa Adela Shine: Hubiera deseado que refutaran cada concepción, punto por punto, para debatir, hablar y convencerlos, o que me convencieran a mí”.
LA CONSTANCIA DE UN BUEN MÉDICO
A Carlos J. Finlay, quien nació en Camaguey y cursó la carrera de Medicina en el Jefferson Medical College de Filadelfia, Estados Unidos, la vida le dio no pocos golpes.
Una vez de regreso a Cuba, aprobó los exámenes que le permitieron revalidar el título de médico en 1857. Tres años más tarde viajó a Francia, donde se especializó en oftalmología. Luego se instaló en La Habana para ejercer ambas profesiones.
Sus preocupaciones médico sanitarias fueron amplias y muchos de los procederes avanzados para la época. Su labor abarcó la cirugía del cáncer, el bocio exoftálmico, los efectos nocivos para la salud del gas de alumbrado, los principios científicos de la electroterapia, las enfermedades en infantes, el cólera, la malaria y los abscesos hepáticos, entre otros temas.
En la época en que inició sus trabajos de investigación atraviesa varias dificultades para ingresar a la Academia de Ciencias, pero no se desanimó, durante casi siete años envió sus comunicaciones científicas a la institución y en 1872 finalmente lo aceptan como miembro titular.
Por ese entonces, muchos debatían sobre la contagiosidad de la fiebre amarilla. Los médicos explicaban los padecimientos mediante causas naturales, responsabilizando principalmente a las condiciones del medio y, en particular, a causas atmosféricas, cósmicas y telúricas.
Influido por las doctrinas imperantes de la época, Finlay buscó las causas de la transmisión en la ambiente, tras el trabajo con patólogos y bacteriólogos de experiencia científica abandonó la primera hipótesis y se centró en la búsqueda del “agente cuya existencia es completamente independiente de la enfermedad y del enfermo, pero necesaria para transmitir la enfermedad del individuo enfermo al hombre sano”.
LA INFAMIA SIEMPRE PIERDE
Cuando nadie creía que un simple mosquito era el agente propagador de la enfermedad, no sólo anunció su presencia como factor imprescindible para transmitirla, también formuló las reglas higiénico-sanitarias más efectivas de prevención, como máximo precursor de la lucha antivectorial.
El escritor cubano Ciro Bianchi, en un material publicado en Juventud Rebelde, explica que durante “la primera intervención norteamericana en Cuba, el Gobierno de Estados Unidos presionó a sus médicos militares en Cuba para que buscasen una solución al problema de la fiebre amarilla.
“Impotentes ante la enfermedad, decidieron ensayar la teoría de Finlay. Una tarde del duro verano de 1900 los doctores Reed, Carroll y Lazear visitaron a su colega cubano en su casa del Paseo del Prado. (…) Los norteamericanos pidieron a Finlay detalles de sus investigaciones con la promesa de comprobarlas en la práctica.
“Finlay, con una generosidad extraordinaria, puso a disposición de los visitantes el resultado de sus 30 años de trabajo en el tema y les hizo entrega, en una jabonera de porcelana, de huevos de un mosquito infectado.
“En Marianao acometió la comisión médica norteamericana sus experimentos. Solo comenzó a tomar en serio la teoría cuando dos de sus miembros se contagiaron con los moquitos infectados. Carroll logró sobrevivir; Lazear falleció: se había dejado picar conscientemente. Los norteamericanos solo aventajaron a Finlay en la determinación de la naturaleza viral de la enfermedad.
Según cuenta el cronista desde el primer contacto el doctor Reed, quien fungía como jefe del grupo, nunca se mostró partidario de reconocer al cubano la paternidad del descubrimiento en caso de que llegase a corroborarse su teoría.
“Obedecía en eso a orientaciones muy precisas que recibió de Washington. Ante los ojos del mundo entero el Gobierno de Estados Unidos quería hacer pasar su intervención en Cuba como una obra humanitaria y civilizadora, no militar. Nada se prestaba mejor a ese propósito que hacer creer que el saneamiento del país con el combate del mosquito y la erradicación de la fiebre amarilla eran colofón únicamente de sus «humanitarios» y «civilizadores» desvelos”.
“El galeno cubano reaccionó vigorosamente ante la usurpación, y los más distinguidos profesionales de su tiempo lo secundaron, así como antes se negaron a creer en sus planteamientos. Pronto la gloria del médico rebasó nuestros límites territoriales, y el reconocimiento universal llegó al sabio cubano. La Universidad de Filadelfia, donde cursó estudios, le otorgó, ad honorem, el doctorado en Leyes. La Escuela de Medicina Tropical de Liverpool, la Medalla Mary Kingsley, y el Gobierno francés lo condecoró con la insignia de Oficial de la Legión de Honor”.
UN NOBEL NO BASTA
A partir de 1901, La Habana experimentó una lucha masiva contra el Culex, gracias a la campaña de saneamiento destinada a la destrucción de las larvas en sus propios criaderos. Así, la misteriosa enfermedad disminuyó considerablemente.
Además las recomendaciones higiénicas de Finlay se extendieron a Panamá, Río de Janeiro, Veracruz, Nueva Orleans y otros lugares del hemisferio occidental, donde existía un gran número de víctimas debido a los reiterados brotes de fiebre amarilla.
Según los historiadores de su obra, durante la fecunda carrera profesional dedicó parte del tiempo a la oftalmología, incluso publicó un novedoso artículo científico relacionado con el primer caso de hipotiroidismo en Cuba. También se interesó por la prevención del tétano en el recién nacido y del cólera.
El prestigioso doctor fue nominado en varias ocasiones al Premio Nobel en Medicina por sus propios colegas entre 1905 y 1915, sin embargo jamás le otorgaron dicho reconocimiento.
Carlos J. Finlay recibió en 1907 la Medalla Mary Kingsley, por parte del Instituto de Medicina Tropical de Liverpool, la más importante institución del mundo en Infectología, y la orden de la Legión de Honor, otorgada por el gobierno de Francia. Un tiempo después de su muerte, el XII Congreso de Historia de la Medicina celebrado en Roma, ratificó que le corresponde el mérito de lograr tan significativo descubrimiento.
La medicina cubana honra su legado a diario con el avance de la Salud Pública gratuita, la efectividad de las campañas antivectoriales y la Orden Carlos Juan Finlay, que otorga el Consejo de Estado de la República de Cuba a profesionales e instituciones con una meritoria labor científica. Pruebas contundentes de la supuesta locura de Finlay, basada en el trabajo infatigable y el altruismo. Cortesía: http://tintainquieta.blogspot.com/
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