Las Doce Leyes del Karma y el Trauma.

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¿Se puede establecer una conexión entre el mundo de la filosofía budista y el mundo de la asistencia médica de los traumatizados?
¿Se puede establecer una conexión entre el mundo de la filosofía budista y el mundo de la asistencia médica de los traumatizados?
Si, y quizás esa conexión simplemente se explique desde una afirmación que proviene del Budismo: todo está interconectado, todas las cosas están unidas y condicionadas por un origen interdependiente. Y apenas nos sumergimos en esos conceptos, no tardamos en recordar la frase de algún viejo maestro que nos decía que la cirugía era una sumatoria de pequeños detalles donde todo era importante.
Si el Karma, con sus leyes de causa y efecto, es un principio inquebrantable del universo que llega a todo y a todos, no debe sorprendernos que eso también suceda cuando asistimos como médicos a un traumatizado, es decir a alguien que sufrió un trauma cerrado por una colisión vehicular o un trauma penetrante a raíz de un arma de fuego o un cuchillo. Ahí, dentro de esa área reducida donde nuestras acciones pueden influir en un futuro a muy corto plazo, transcurre nuestro pensamiento acerca de cada una de las doce leyes del Karma y su influencia sobre nuestra realidad cotidiana.
Y sucede en esa zona limitada que de pronto todo lo que está a nuestro alcance se expande y se transforma en nuestro universo.
La primera gran ley hace referencia a que aquello que pongamos en el universo, la energía que emitamos, volverá a nosotros, en un ambiente donde no hay efecto alguno sin una causa, donde todo lo que le sucede al traumatizado luego de nuestra asistencia tiene una razón. Si bien sabemos que no siempre podemos dominar por completo a la naturaleza devastadora que rige a los seres vivos golpeados y que al menos hasta hoy no podemos salvar a todos ellos, existe una zona de influencia donde nuestras acciones sí pueden tener efecto sobre lo que le sucede al herido. Esa área reducida encierra el efecto favorable o desfavorable de lo que hagamos. Pero allí hay mapas que pueden ayudarnos, en esas travesías peligrosas que emprendemos de un momento a otro y donde no podemos detenernos. Esos mapas son las guías de acción que vienen a aliviar la carga pesada de nuestra memoria de trabajo, a darnos atajos heurísticos que ahorren tiempo y mejoren lo que podamos hacer por esos pacientes. Cuando el tiempo es escaso para tomar decisiones cruciales, cuando el destino de los traumatizados empieza a jugarse desde la recepción inicial, es necesario disponer de un set de respuestas automatizadas para intentar la supervivencia, y allí esos cuadros con flechas pueden orientarnos para prevenir errores.
Lo que poníamos en nuestro trabajo comenzó así, siguiendo las indicaciones de quienes tenían mayor experiencia y comunicaban sus resultados. Apreciamos el valor incalculable que entregaban esos maestros generosos y como el hecho de prestarles atención nos allanaba buena parte del camino. Pero pronto descubrimos también que eso no era absolutamente suficiente y que nuestra formación como cirujanos de urgencias debía continuar con una construcción permanente, donde se iban sumando modificaciones que partían de nuestros propios resultados y de las limitaciones de recursos materiales que sufríamos.
Un día, después de un ateneo, me di cuenta que habíamos tenido el privilegio de pasar a otra fase, aquella a la que acceden solo quienes deben enfrentar a un volumen importante de traumatizados y en ese camino cada tanto se detienen a reflexionar y a reordenar su marcha y sus fuerzas. Habíamos pasado a ser aquellos que aplicaban guías de trabajo institucionales, propias, nacidas de la necesidad de obtener mejores resultados con lo mucho que les caía entre manos. Lo que poníamos en nuestra área de influencia iba moldeando su personalidad y eso nos traía nuevas y más grandes responsabilidades.
Fueron apareciendo lesiones a las cuales nunca antes habíamos visto en vivo y surgió un número creciente de pacientes complicados o fallecidos. Comenzaron a pasar, uno detrás de otro y sin solución de continuidad, días de angustia con pensamientos recurrentes y obsesivos acerca de cierto caso difícil, de cierta lesión compleja o de cierto fallecimiento inesperado. Instantes en que reconocimos que el dolor y el Karma se habían transformado en nuevos maestros para nosotros. Momentos de revelaciones a la hora de hacer un trabajo retrospectivo y descubrir como había sucedido nuestra asistencia. Minutos de clics reveladores donde la meta cognición surgía como una señal del camino e iba esculpiendo de modo casi artesanal a nuestros algoritmos de trabajo.
Y en medio de todo eso, un pensamiento siempre volvía, a veces parecido a una plegaria.
Si seguimos por este camino,
vendrán mejores resultados.
Si resistimos desde esta posición,
vendrán más sobrevivientes.
Y de tanto poner en ese discreto universo nuestra mejor versión posible, eso finalmente sucede.
Lo que damos, recibimos.
Y si a veces no podemos salvar la vida de un herido, recibimos al menos la discreta satisfacción de haberlo dado todo.
Pero luego también comprendemos algo más, el plus de un tesoro escondido: esos aportes a nuestro mundo de trabajo deben incluir además a las habilidades que muchos llaman «blandas». La potente revelación de otro tipo de destrezas, menos visibles para algunos o directamente invisibles para otros. Otro tipo de aptitudes, más volátiles y cambiantes y por eso más difíciles de aprender. El objetivo de dominar estas capacidades constituye para nosotros el otro desafío, el otro combate. En ese otro plano, uno que transcurre de modo paralelo al plano de las técnicas y de los conocimientos secos, un sentimiento se abre paso entre las dificultades: ese que nos muestra, con un alto nivel de evidencia, que la compasión puede mejorar nuestras vidas laborales de un modo decisivo. Una sensación pacificadora, que de pronto ofrece su ayuda justo antes de que atravesemos la puerta de cierto sector del hospital, antes de que volvamos a encontrarnos con gente a la que vemos todos los días pero que en esa jornada vemos de un modo distinto. Entonces, algo cambia para siempre en la otra mitad de nuestro trabajo, en la faz “humana”, y eso crea nuevos flujogramas que también procuran mejores resultados. Nadie trabaja solo en nuestro ambiente, y trabajar en comunión dentro de un equipo que sea sano parece ser la mejor medicina contra el desgaste profesional. Hemos aprendido eso y muchas cosas más de los conceptos relacionados con el trabajo en equipo, a través de una mirada diferente hacia nuestros compañeros que nos hace verlos como los recursos más valiosos que nos rodean, como los recursos que más nos potencian.
La presencia de los otros es mi oportunidad para mejorar.
Cada uno de los otros posee aspectos positivos.
Cada uno de los otros posee algo de valor para mí.
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